¿Y si dejamos de ver la diversidad sexual como una excepción y empezamos a entenderla como parte de lo cotidiano?
Por: Sergio Orihuela1, Alejandra Portillo2 y Aremis Villalobos2
1 Escuela de Salud Pública de México
2 Instituto Nacional de Salud Pública

En México, aproximadamente una de cada 20 personas se identifica como lesbiana, gay, bisexual, trans, no binaria, intersexual u otra identidad que no corresponde a las normas sexogenéricas tradicionales (LGBTIQ+). Para esta población, la salud sigue siendo una deuda histórica. Durante décadas, colectividades, activistas, tomadoras y tomadores de decisiones, defensoras de derechos humanos y científicas han recorrido un largo camino para abrir espacios y exigir reconocimiento y respeto a sus derechos. Si bien en los últimos años se han logrado avances legales —como el matrimonio igualitario, el cambio de identidad para personas trans y no binarias en varios estados o el acceso a tratamientos gratuitos para quienes viven con VIH— estos logros resultan insuficientes frente a las desigualdades que persisten en la vida cotidiana.
Reconocer que la sexualidad es una dimensión central de la vida humana —dinámica y presente a lo largo de todas las etapas vitales— implica entender que su pleno disfrute es un derecho fundamental, estrechamente vinculado con el bienestar físico, mental y social.
Las formas en que las personas viven su sexualidad y expresan una orientación o identidad sexogenérica son múltiples y están profundamente atravesadas por sus contextos personales, sociales y culturales. Hablamos de lesbianas, gays, bisexuales, personas trans, no binarias, intersexuales, queer y muchas otras identidades —agrupadas bajo distintas siglas que han evolucionado a lo largo del tiempo, como LGBTTTI+, LGBTI+, LGBTIQ+ u OGIEGCS—, presentes en nuestras familias, calles, colonias, escuelas y centros de trabajo. Reconocer su existencia no es solo un gesto simbólico de inclusión: es necesario para comprender historias, necesidades y experiencias que durante demasiado tiempo han sido desplazadas del centro de la conversación pública.
Aunque hoy se habla de inclusión en instituciones y empresas, muchas personas LGBTIQ+ siguen enfrentando obstáculos para acceder a servicios de salud: desde la negativa a reconocer su identidad hasta la falta de atención especializada, el maltrato o la indiferencia. Estas experiencias reflejan estructuras sociales, económicas y políticas que, pese a los avances, no responden de forma integral a sus necesidades.
Cuando se piensa en salud, con frecuencia se reduce a una consulta, una receta o una cama de hospital. Sin embargo, acceder a la salud depende también del contexto. Hablar de salud pública con enfoque de derechos humanos implica reconocer que el acceso a servicios sanitarios no empieza ni termina en la clínica. Las condiciones materiales de existencia —trabajo, vivienda, educación, movilidad, reconocimiento de la identidad— inciden directamente en el bienestar físico y mental de las personas. Para las poblaciones LGBTIQ+, estos factores pueden estar marcados por la discriminación sistémica, el rechazo familiar, el abandono escolar, la violencia institucional y la criminalización. Cuando estas experiencias se cruzan con otras situaciones de vulnerabilidad —como la edad, la etnicidad, la pobreza, la movilidad o la situación de calle— las barreras se vuelven prácticamente infranqueables.
Un ejemplo especialmente preocupante es el de las personas LGBTIQ+ en situación de calle o movilidad humana. Muchas veces carecen de documentos de identidad, enfrentan rechazo en albergues y viven expuestas a la violencia cotidiana. En estas condiciones, buscar atención en salud se vuelve un lujo imposible. El sistema de salud requiere ampliar sus enfoques y estrategias, con intervenciones comunitarias e incluyentes que respondan a estas realidades.
La salud mental merece particular atención. El estigma y la discriminación generan altos niveles de ansiedad, depresión, estrés postraumático, conducta suicida y consumo problemático de sustancias, especialmente entre adolescentes y jóvenes que crecen en entornos hostiles. A esto se suma la persistencia de prácticas profundamente dañinas, como las mal llamadas “terapias de conversión”, que persisten en la clandestinidad a pesar de estar prohibidas en varios estados. Estas prácticas, que intentan “corregir” la orientación sexual o la identidad de género, no solo carecen de base científica: constituyen una forma de tortura que afecta gravemente la salud emocional y el proyecto de vida de quienes las padecen. La salud debe comenzar con la escucha, no con torturas.
La violencia por prejuicio sigue formando parte de la vida cotidiana. México ocupa uno de los primeros lugares en América Latina en crímenes de odio relacionados con la orientación sexual, la identidad o la expresión de género. Según Letra S, en 2024 se registraron cerca de 80 asesinatos, de los cuales más del 60 % fueron transfeminicidios. Aunque las cifras puedan parecer bajas, reflejan en realidad un subregistro debido a la falta de mecanismos de documentación y sistematización.
Este escenario persiste a pesar de que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos ha instado a los Estados de la región a adoptar medidas urgentes para proteger la vida e integridad de las personas trans y de género diverso. Detrás de cada uno de estos crímenes hay una historia atravesada por la precarización, el abandono institucional y la falta de respuestas claras por parte del Estado. No son casos aislados: reflejan condiciones normalizadas. La salud pública, como campo de acción y responsabilidad social, no puede mantenerse al margen ni limitarse a ofrecer tratamientos. El miedo, la discriminación y la violencia afectan la salud. Sus consecuencias no solo aparecen en las estadísticas, sino también en los cuerpos, las decisiones forzadas y las trayectorias de vida quebradas por la exclusión.
Hoy más que nunca, el contexto político y social exige estar alerta. El resurgimiento de discursos conservadores ha puesto en entredicho los avances logrados. En nombre de la “libertad de expresión” o la “defensa de la familia” se impulsan políticas regresivas que buscan excluir a las personas trans de los espacios educativos, deportivos o de salud. Estos discursos no solo desinforman: generan condiciones para el odio, la exclusión y el retroceso de derechos. Además, han frenado el financiamiento y la producción de conocimiento científico sobre salud LGBTIQ+, lo que limita cualquier intento de intervención o desarrollo de políticas públicas.
La deuda estructural con las poblaciones LGBTIQ+ no se salda con discursos bien intencionados. Se requiere voluntad política, presupuestos específicos, formación continua del personal de salud, participación de las comunidades y una visión transformadora que entienda la salud como un derecho, no como un privilegio. La diversidad no es una bandera decorativa: es una dimensión humana que debe traducirse en políticas, presupuestos y acciones concretas.
¿Qué podemos hacer?
- Reconocer que nuestros miedos, prejuicios y creencias afectan los vínculos y la confianza con las personas. Es importante identificarlos y no actuar desde ellos.
- Desarrollar la capacidad de escuchar las necesidades y recursos de las personas, como primer paso para construir salud en el hogar, en la comunidad y en los espacios públicos.
- Promover formación continua para aprender e implementar habilidades con enfoque empático y respetuoso en las instituciones. Pasar del aprendizaje de conceptos a desarrollar herramientas y capacidades.
- Fomentar la participación activa de las poblaciones LGBTIQ+ en el diseño de iniciativas y en la toma de decisiones. Generar mecanismos reales de participación comunitaria.
- Establecer alianzas intersectoriales para construir entornos más saludables y libres de violencia.
- Impulsar políticas públicas con enfoque en poblaciones prioritarias.
- Garantizar el reconocimiento legal y administrativo sin obstáculos para quienes solicitan atención con su nombre e identidad reconocidos.
No basta con reconocer la diversidad sexual y de género. Para lograr avances sustantivos en salud pública se necesitan abordajes integrales que involucren la esfera política, comunitaria, familiar e individual, poniendo en el centro el bienestar de las personas, libres de prejuicios, discriminación y omisión.