Vacunación, biopolítica y ética: una reflexión desde la salud pública

La vacunación puede comprenderse simultáneamente como una intervención sanitaria, una práctica social y una tecnología biopolítica en el sentido foucaultiano.

Desde esta perspectiva, las estrategias de inmunización no solo previenen enfermedades transmisibles, sino que forman parte de los mecanismos con los que las sociedades modernas administran la vida y buscan garantizar condiciones mínimas de bienestar colectivo. Foucault señala que la biopolítica implica la gestión de los cuerpos y las poblaciones; sin embargo, lejos de representar únicamente un ejercicio de control, en el ámbito de la salud pública la vacunación constituye una forma de protección ética, basada en evidencia científica sólida y orientada a reducir la mortalidad, morbilidad y vulnerabilidad estructural de las comunidades.  Comprenderla de esta menera permite reconocer que el estado no interviene para restringir libertades arbitrariamente, sino para generar condiciones que hagan posible la vida y la salud como bienes públicos fundamentales. 

En salud pública toda acción efectiva debe cumplir con criterios de legitimidad, transparencia y proporcionalidad, así la vacunación cumple con estos elementos: es una intervención costo-efectiva con un impacto comprobado en la reducción de brotes epidémicos, en la protección de grupos vulnerables y en el mejoramiento de indicadores poblacionales, como la esperanza de vida y la carga global de enfermedad; además, responde al principio de equidad, pues quienes más se benefician de una alta cobertura vacunal suelen ser aquellos grupos poblacionales con mayores desventajas sociales o mayor estado de vulnerabilidad: niñas y niños, personas mayores, comunidades rurales o marginadas y personas con determinantes sociales que incrementan su riesgo de enfermar.

La vacunación es un acto que reduce desigualdades, protege a quienes no pueden protegerse por sí mismos y fortalece la resiliencia sanitaria de la población. Desde una lectura foucaultiana, la vacunación puede interpretarse como una tecnología biopolítica que organiza prácticas sanitarias y regula comportamientos en función de la salud colectiva. No obstante, esta regulación no constituye un ejercicio despótico del poder, sino una forma de “hacer vivir”: de ampliar capacidades, reducir daños y sostener la continuidad social.

La autonomía individual no se anula al vacunarse, por el contrario, se expande, pues solo una sociedad protegida epidemiológicamente puede ejercer libertades educativas, laborales y comunitarias sin las restricciones que generan las epidemias. En este sentido, vacunarse es una decisión moralmente virtuosa y políticamente significativa: contribuye al bien público, reduce la vulnerabilidad colectiva y demuestra responsabilidad hacia otros. Sin embargo, la efectividad de la vacunación no depende únicamente de la existencia de una política pública sólida, sino de la manera en que se comunica.

En salud pública la comunicación es una intervención por sí misma; y, como tal, debe ser adecuada, accesible y culturalmente pertinente. Factores como la percepción de riesgo, la confianza institucional, las experiencias históricas de desigualdad, las narrativas locales y la relación afectiva con el estado influyen en la decisión de vacunarse, la ética de la comunicación en salud exige reconocer que las poblaciones no son receptores pasivos de información. Comunicar “desde arriba”, sin escuchar, corre el riesgo de convertirse en una forma de violencia simbólica, por ello, las campañas de vacunación deben construirse desde un enfoque intercultural, incorporando liderazgos comunitarios, parteras, curanderos, profesores, promotores de salud y figuras que socialmente legitiman ciertas acciones.

Un mensaje ético no infantiliza ni culpabiliza: dialoga, reconoce saberes locales y parte de determinantes sociales que moldean la toma de decisiones. La vacunación, entonces, es un punto de encuentro entre ética, política, ciencia y cultura, es un acto profundamente moral porque expresa cuidado, solidaridad, responsabilidad social y reconocimiento de la interdependencia humana. También es una práctica política que revela cómo se organiza la vida colectiva y cómo se distribuye el poder en torno al cuerpo y la salud; finalmente, es un compromiso salubrista que recuerda que la salud pública solo funciona cuando existe confianza, participación y comunicación contextualizada.

En sociedades atravesadas por desigualdades y desinformación, vacunarse no es únicamente protegerse; es sostener un proyecto común de vida, un acto que fortalece la salud colectiva y que encarna la responsabilidad ética que tenemos unos con otros.

Por: L.E. Aline Pacheco Gómez, estudiante de tercer semestre de la maestría en Salud Pública, con área de concentración en Enfermedades Infecciosas (ESPM).